El Viaje


Me fui de mi gigantesca aldea, sin saber a donde iba, ni que me esperaba, muchos de mis amigos pensaban que pronto volvería otros me dijeron que el barrio me quedaba chico, que era un bicho raro, siempre soñando, siempre fuera de lugar. Pero hay algo que me dieron y siempre llevo conmigo: me enseñaron a querer a mi gente y a no olvidarla, porque el pasado es lo único que te metes en la mochila cuando te vas. Me acompañaran siempre las canciones del tocadiscos de mi tío Beto, con su púa mal templada, vaya donde vaya.
Dije a todo el mundo que me iba de vacaciones a España, pero inicié el trámite de homologación de mi título de bachillerato, repartí libros entre algunos de mis mejores amigos, a cada uno el que le correspondía, metí en una valija los que más amaba y les dije adiós para siempre a mis pequeños y románticos primeros amores. Mi madre selló mi habitación en un tiempo sin tiempo y le sacó el polvo durante el año en que tuvo que tomar ella la misma decisión.
Mi viaje no fue sólo un viaje de emigración, con toda la tristeza que ello conlleva, fue más bien otro de mis ritos de pasaje, esta vez fue iniciático de una primeriza madurez. No preparé el viaje y luego cogí el avión pensando que se trataba de mi despedida absoluta del país, de Baires, del barrio, de mi calle, de mi familia; lo preparé pensando en volver.
Volví dieciséis años después.
Papá habló con su primo el peronista, me conectó con un funcionario de la oficina que expedía los pasaportes y en quince días conseguí lo que la mayoría de mortales conseguía en tres meses: un pasaporte. El mío fue el primer pasaporte que vi en mi vida.
Me llevaron al aeropuerto con una blusa celeste y un pantalón azul, en la foto parezco una de esas monjas laicas que se usan tanto ahora por la iglesia. Me llenaron una valija con yerba mate, dulce de leche, alfajores, regalitos manufacturados en cuero: cinturones, llaveros y mates de calabaza con bombillas de aluminio; en la otra iban mis libros y la ropa; mi padre me regaló un abrigo de piel de zorro pampeano y me mandó para España con dos besos y abrigada; mamá, no sé qué pensaba mi madre, siempre intentó no abusar de su poder maternal y cuando sufre por mis decisiones se calla.
Mis tíos y mi abuela me saludaron con un hasta mañana y un “pero, vos, ¿adónde vas, me querés decir?”. A mi tío Dani le tocó hablar con mi madre, es decir, tenía que decirle que eso de ir sola por el mundo no andaba bien para una chica de dieciocho, que quizás lo mejor era que me quedara y me casara de una vez con Juan, que me hiciera la casita en el fondo del jardín de mis padres y que estudiara para maestra. Es posible que mi madre pensara o deseara algo parecido, excepto que me casara con ese bribón de Juan, pero la única salida que vio fue la de enviarme fuera del país. Creo que mi padre reflexionó poco, todo lo que deseaba para su hija era distinto al barrio. Además no estaría sola en España. Allí estaban mi abuelo Sixto y mis tías.
Antes de viajar me despedí de todos mis queridos vecinos y de sus hijos, mis amigos de infancia: Carlos el Gordo y la Gaby, indudablemente mis mejores amigos, Graciela, Dani, Claudio... Entre los viejos vecinos estaban el Tano, el Gallego almacenero,que lo mataron en el 2000 para robarle el dinero de la caja y el Negro santiagueño, nadie nunca le dijo así en la cara a Don Bravo porque era milico (militar) y se lo respetaba en todas partes, menos en Campo de Mayo, nunca supe, ni quiero saber por qué. Sus hijos eran mis amigos y era el único milico con el que hablaba mi padre. Este hombre al saludarlo me dijo que no volviera: “Quédate por España -me dijo- esto no se arregla”. Ahora me parece un consejo raro viniendo de un militar todo patria, familia y honor, en ese momento me pareció un consejo valioso de un estimado vecino.
Con los años llegué a la conclusión de que mi padre me mandó de avanzadilla. No me escribió en todo el año más que una carta diciéndome: “Si ves que se está mejor allá, quédate, que vamos nosotros”.
Dónde comienza el viaje hoy no sabría decirlo: en los preparativos, en el coche que te lleva al aeropuerto, cuando subes al avión...
El viaje tiene una importancia particular en la historia de las migraciones, es la cadena dinámica entre el pasado y el futuro, es el movimiento por definición, el movimiento dentro del mismo movimiento, un pasar de un lugar que nos pertenece a otro que es extraño. El viaje migratorio, sea para exploración, sea definitivo, tiene una característica propia: la ruptura. Es posible que pueda ser analizado como rito de pasaje, como una iniciación a una nueva vida, seamos completamente conscientes o no de la decisión que se ha tomado y de sus consecuencias.
El viaje en barco de los primeros emigrantes de Europa a América era largo, el barco tardaba meses en llegar a destino. La travesía a la inversa (América-Europa), en 1981, el mismo viaje en mucho menos tiempo, lo realizaron mi abuelo, Sixto Rocha, que en esa época contaba con 60 años, y su segunda esposa, Paula. Buenos Aires-Barcelona en el transatlántico Eugenio C. En el puerto de Buenos Aires los despedimos mis padres y yo; en Barcelona los esperaban mis tías y sus maridos españoles. Decidieron viajar en barco porque quisieron llevar consigo dos grandes canastos llenos con sus pertenencias. Uno de esos canastos hoy está en mi casa, guardado como una reliquia de familia. Pasaron veinte días en el barco, esperando reencontrarse con sus hijas. La menor había partido a España en 1970, la mayor y hermana de mi padre llegó a España en 1977. Los abuelos, recordaron siempre la travesía en barco, pero nunca se atrevieron a coger un avión y volver a visitar Baires.
El viaje largo da tiempo de pensar, de ponerse triste o ansioso, la idea de una nueva vida se va diseñando en el viaje. ¿Qué es lo que sucede cuando el viaje dura sólo 24 horas (dieciséis de avión, el resto es espera y carreteras)? Que no se tiene tiempo de pensar.
La última semana que se pasa en el país de origen es una semana de cenas, comidas, despedidas, valijas, papeleos, cerrar cajas, limpiar habitaciones, conversar hasta el amanecer... sin un momento de descanso. Esa semana yo comencé a fumar delante de mi padre.
Me llevaron a Ezeiza en el 600 o en el Peugeot celeste de mis amigos, los Castro, o en la camioneta de los Caputo, no lo recuerdo. El viaje desde José C. Paz a Ezeiza dura dos horas, no recuerdo nada, absolutamente nada. Llegamos al aeropuerto Jorge Newbery, no recuerdo el embarque de las valijas, supongo que las embarqué porque es lo que se hace habitualmente, no recuerdo nada, sólo me quedó como recuerdo la foto con mis padres con cara de terror y yo en el medio vestida de novicia laica. En la parte interior de mi ropa íntima mi madre me inventó un bolsillo y me metió plata, dineritos por las dudas, me metió cartas de amor filial entre la ropa de la valija y me dio los besos que pudo antes de que subiera las escaleras que llevan a Dutty Free y a los corredores de espera para subir al avión. En ese momento tenía 19 años recién estrenados, nunca había estado en un aeropuerto y nunca había visto un avión, no había salido nunca del país y no había utilizado más de una vez las escaleras mecánicas. No recuerdo si viajé con Iberia, Aerolíneas Argentinas o Pluna... Creo que viajé con Iberia. No era una mujer de mundo, pero no era tonta, así que me dispuse a disfrutar del viaje. Sentados a mi lado había una pareja de señores canarios, increíblemente me acuerdo de sus camisas con loros y flores pintadas. Estos hombres amables y educados me hicieron compañía y me ayudaron en todo lo posible mientras viajamos. No recuerdo sus nombres. Cuando el avión hizo escala en Brasil, nos bajaron del avión y nos pasaron a otro. En el camino teníamos que subir una escalera mecánica inmensa. Me agarró una especie de ataque de nervios, la escalera era enorme y yo no sabía dónde poner el primer pie para que el otro lo acompañara y poder subir la dichosa escalera. Los dos señores canarios me cogieron de los brazos y me subieron a la escalera en un vuelo. Luego los tres hicimos el resto del viaje juntos hasta Madrid, no recuerdo nada más. Ellos desde Madrid viajaron a las Islas y yo a Barcelona.
Tampoco recuerdo nada específico del desembarco. Estaba muerta de cansancio, no entendía nada, sólo sé que cogí las maletas, en ese momento agarre las valijas, y salí por la puerta que me indicaron. Vi a mis tíos esperándome. Saludos, abrazos, frío, maletas/valijas, hambre, sueño, estado de shock. No se entiende nada de nada. Te hablan y vos allá con tu acento, con tu ropita de monja, con tus libros y tus 19 años todos en pánico. Subimos al Renault 19 de mi tía, gris, nuevo, grande. No el 600, perdona papá, verde oliva, viejito, chiquito.
No vi obviamente nada de Barcelona, subimos al coche y partimos hacia Balaguer... Recuerdo que miraba por la ventanilla del coche como una lunática encantada con el cerebro fundido. En 24 horas había pasado por tres aviones, dos coches, cuatro aeropuertos (Ezeiza, Brasilia, Madrid, Barcelona), una escalera mecánica gigante y había salido de una ciudad de once millones de habitantes para entrar en una de diez mil, pase de treinta grados de calor a tres grados de frío, de hablar con un acento a escuchar otro, del día a la noche, de lo conocido a la incógnita... el yet lan era una broma.
Las semanas previas al viaje, aun cuando lo intentes, no puedes ni imaginarte cómo será el viaje, la llegada, la estancia en el país al que vas, no puedes planificar, no hay nada que te acerque a la nueva tierra, es casi diría al contrario, la familia, los amigos, los vecinos, te hacen reuniones, fiestas, visitas, te visitan, te acercas más a lo conocido justo en el momento antes de partir.
Cuando llegué a mi destino, Balaguer, volví a ver a mi abuelo Rocha después de siete años, a mi tía Maruja después de diecisiete (la hermanastra de mi padre, la hija de Paula), conocí a sus cuatro hijos, su marido, las hermanas del marido, los esposos de las hermanas del marido, los hijos de éstos y no sé cuánta familia adquirida más conocí esa noche y que sólo volví a ver cuatro o cinco veces más en el resto de mi vida.
Me dijeron que a la niebla la llamaban boira, uno de mis tíos a las frutillas las llamaba fresas y el otro maduixes, que mi tías limpiaban con una cosa llamada fregona, que mi prima iba sola a la discoteca, que mis primos chicos iban a la escuela ocho horas en lugar de cuatro, que las lavadoras de ropa hacían todo ellas solitas y que había que poner poco jabón, que las calles no estaban diseñadas en cuadrícula y que nadie entendía porqué los argentinos simpáticos eran peronistas, que nadie cortaba la carne como en Argentina, que se comía mucho cerdo y que no se encontraba ni yerba ni dulce de leche, todo eso en una noche.
Quizás del barco se bajaba igual de confuso y cansado, pero no creo que así de poco preparado psicológicamente. Luego dormí dos días.
Desde el martes 22 de diciembre de 1987 hasta una fecha indeterminada, después de las fiestas de Navidad y Fin de año, no puedo recordar nada preciso, era una bienvenida continua, un ir y venir de gente desconocida que venía a saludarme, a curiosear. Me presentaron gente joven para hacer amistad, me sacaron a pasear por el pueblo para que aprendiera a moverme sola y me dieron la libertad y el tiempo necesario para pensar en lo que quería hacer con mi vida.
Todo viaje es esencialmente un movimiento en el espacio, pero es también un movimiento cruzado en el tiempo. El viaje es asombro, por qué no, pero para el asombro se necesita inocencia, era la edad de vivir en la felicidad de la ignorancia y comenzar el viaje hacia el conocimiento. Entré en Europa para realizar ese viaje, me han dicho más tarde que se trata quizás de un viaje en el sentido simmeliano del término, sin embargo, esto no evitó que a veces me sintiera inmigrante y no una aventurera del conocimiento.

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